lunes, 28 de septiembre de 2009

Colonia Bellas Vistas


Cuando pienso en mi infancia y la veo a través del prisma actual la verdad es que me echo a temblar. Si los valores que ahora están de moda lo hubieran estado hace 25 o 30 años yo y todos los de mi pandilla deberíamos estar traumatizados, haber caído en la delincuencia o ser drogadictos. Si no te lo crees escucha un disco de Los Pecos y luego me comentas.

Yo crecí en Alcorcón, en un barrio con un nombre tan glamouroso como “Colonia Bellas Vistas” y una realidad tan triste como “Barrio del otro lado de la vía”. Las bellas vistas eran por un lado las vías del tren y por el otro la carretera nacional V, dos líneas paralelas que delimitaban nuestro mundo como los Andes y el Pacífico delimitan a Chile. Entonces no se llevaban las urbanizaciones cerradas con piscina y pista de pádel, entonces lo que se llevaba era la protección oficial, pero no la de sorteo en un polideportivo de un piso con garaje y trastero. No, de eso nada, la de entonces era la de los letreros del ministerio de la vivienda adornados por un yugo y unas flechas. Y es que el ministerio de la vivienda aunque parezca mentira no es un invento de los socialistas.

En lo que no mentía el nombre de mi barrio era en lo de Colonia, ¡éramos una legión! Nosotros fuimos lo que ahora se llama el “baby boom” de los 70 aunque en ese momento no teníamos consciencia de ser nada de eso. Nuestro barrio era lo que entonces se llamaba un barrio dormitorio. Yo no entendía bien ese concepto porque en él no solo dormíamos, en él vivíamos. Dicen que se llamaba así porque los mayores iban a Madrid a trabajar y volvían para dormir, pero era una verdad a medias, las madres por entonces no trabajaban y los padres solo cuando tenían la suerte de encontrar trabajo, total, que para mi un barrio dormitorio era un barrio de mierda en el que no había de nada y nadie tenía ni un puto duro. En mi colegio las clases estaban masificadas, suerte tenías si por lo menos eran de cuarenta y a pesar de eso no recuerdo que fuese tan malo. Los profesores tenían autoridad y si te descuidabas te caía un pescozón o un tizazo tan certero como el disparo de un francotirador serbobosnio. Y eso era normal y no se te ocurría ir con el cuento a tus padres porque la presunción de inocencia no existía e imperaba la ley del “algo habrás hecho”.

La vida transcurría en la calle, no en el Messenger, los amigos tenían nombres de verdad, Francisco, Eduardo… y no “frank13” o “edu_alkorkon”, no sabíamos lo que era el bullying, pero como hijoputas los ha habido siempre, un día si y otro también acabábamos a hostias o a pedradas en el colegio, lo cual no quitaba para que al día siguiente ya estuviéramos jugando otra vez juntos presumiendo de llevar tres puntos de sutura. Las videoconsolas, el móvil o el correo electrónico nos hubieran parecido ideas tan futuristas como el advenimiento de la Tercera República y si nos hubieran dicho que un futbolista se iba a llamar CR9 nos hubiéramos descojonado de la risa. Entonces los apodos eran “Tarzán” Migueli, “Algarrobo” Arteche sin olvidarnos de Goikoetxea “El carnicero de Bilbao”. Estos desde luego que no eran metrosexuales ni vendían camisetas ni puñetera falta que les hacía.

Lo bueno de ser tan pobres y de solo tener una cadena y media de televisión es que se desarrollaba la imaginación, quien no se crea que con unas chapas se pueda montar unas olimpiadas que me pregunte. En el Alcorcón de 1980 tener un balón o una raqueta era un lujo para muchos, pero a grandes males grandes remedios, ¿que no teníamos para un balón? pues todos los niños del barrio poníamos un fondo para comprar uno que estuviese siempre disponible en la tienda de ultramarinos, ¿que no teníamos todos raquetas? pues nos hacíamos unas nosotros que eran como palas de pimpón gigantes y quien no tuviera una igual no jugaba, así de claro. Sin saberlo éramos socialistas y habíamos inventado la discriminación positiva.

Aún recuerdo mi primera bicicleta, una Rabasa Derbi Panther de segunda mano más fea que trabajar en domingo y que pesaba más que la conciencia de George W. Bush. ¡Y menos mal que pesaba! porque de alguna manera teníamos que quemar esos bocadillos de pan con mantequilla y azúcar. ¡Nos sabían a gloria! Ahora parecerán una barbaridad pero es que entonces el monstruo de las galletas comía galletas y no zanahorias y coliflores y las hamburguesas se llamaban filetes rusos y se hacían en casa. Si me hubieran entonces hablado de McDonald hubiera pensado que era el primo escocés del pato Donald, cada vez que pienso que hay uno justo donde yo cazaba lagartijas se me abren las carnes.

Ahora que hemos sucumbido al móvil, al portátil y a la Playstation con tele de plasma de 37’’ todo esto parece quedar tan lejano como las guerras púnicas. Solo es una batallita para contar a mi hijo y a mi hermana pequeña, pero como decían los Who: “This is my generation. This is my generation, baby”

jueves, 17 de septiembre de 2009

Ingenieros


Existe gente que tiene muy claro a lo que se dedica. Un pollero vende pollos, una modelo vende su imagen, un cura vende la salvación eterna. Son gente afortunada. También existe gente que tiene claro que no se dedica a nada pero a los que les va bien. Están los políticos, los famosillos (incluyendo a los amantes de la duquesa de Alba, seres a los que a semejanza de los gusanos se les junta el esófago con el recto mediante un tubo allí donde debería estar el estómago), los ex futbolistas y algunos que siguen en activo y que tienen por costumbre vestir de rojiblanco. Por último estamos los que no sabemos a que nos dedicamos y que además no tenemos ni oficio ni beneficio, nos suelen llamar ingenieros.

Estoy seguro de que cuando decides hacerte ingeniero o te han obligado o no tienes la menor idea de lo que es ser ingeniero porque si la tuvieras seguro que no habrías pisado ni a mil metros de una escuela de ingenieros. Luego cuando terminas no te queda la menor duda, no tienes ni puta idea de lo que eres, qué es lo que se espera de ti o a qué te vas a dedicar. La prueba más evidente son tus compañeros de trabajo y tus compañeros de estudios, los primeros han estudiado la mayoría algo diferente y los segundos trabajan todos en algo distinto a ti.

Si dar una justa bofetada a un hijo es motivo hasta de cárcel enviarlo a estudiar una ingeniería no sólo debería acarrear la pérdida de la patria potestad, debería además ser motivo de prisión en la más oscura y húmeda celda de castigo escuchando los días pares discursos de Fidel Castro y los impares las “Cartas a un joven español” de Aznar. A la pobre víctima se le debería obligar a llevar una pulsera con GPS en la que en lugar de anunciar los radares se anunciara la presencia de una escuela diciendo: “Atención escuela de ingeniería a 200 m. por tu felicidad y por tu futuro sueldo cambia de sentido”

Una escuela de ingenieros es un lugar tétrico en el que si hacemos caso de esa biblia del saber que es Harry Potter deben habitar los dementores. Desde luego los efectos que se describen en su presencia son los mismos, cada vez que pisas dentro de ella te invade una tristeza terrible, se olvidan los buenos sentimientos y es como si te absorbiesen las ganas de vivir. Cuando estás en primero la verdad es que no te das mucha cuenta, estás tan entretenido tratando de evitar el alubión de hostias que se te viene encima que no tienes tiempo de pensar en el futuro. Pero una vez que has salido de esa, si es que has salido, y miras al porvenir te sientes como John Wayne en Centauros del Desierto, te quedan cinco años de pelear en terreno hostil con los comanches aunque tú no tienes ni caballo ni rifle y los comanches comparados con muchos de tus profesores son activistas en favor de los derechos humanos.

De ese modo la carrera se convierte no en una preparación para algo concreto, se convierte en una gymkhana de clases tan divertidas como ver dormir a una marmota, prácticas de laboratorio tan útiles como el cerebro de Paris Hilton y exámenes tan ajustados al temario impartido como mi cintura a una talla 38. El resultado es que acabas teniendo un diploma que da licencia para matar, ¿qué significa esto?, ¡qué puedes firmar proyectos!, ¡acojonante!, con lo que has aprendido allí es más seguro un mono a cargo del arsenal nuclear (¡ah!, ¿qué eso ya ha pasado?) que ponerse debajo de un tejado que uno haya podido calcular. Pero la vida es así, los monos tienen poder sobre la vida y muerte y los ingenieros también, aunque a la hora de la verdad, los segundos tienen como mucho valor para firmar el cheque con el que cobrar a fin de mes.

Luego con tu título, o mejor dicho con la carta de pago del mismo porque con lo que tardan en dártelo parece que lo haya hecho un amanuense medieval, vas a una empresa y comienzas a trabajar en lo primero que te sale, lo cual es un error porque puedes haber comprometido tu futuro para siempre. Crees que es allí donde aprenderás el oficio pero en pocas semanas te das cuenta de que no va a ser así y de que la asignatura más importante que necesitabas no estaba en el plan de estudios, teatro. Además por alguna ley no escrita pero mucho más poderosa que el “Estatuto de los Trabajadores” tu vida de repente pertenece a esa empresa, no tienes derecho a un horario y puedes acabar en cualquier lugar del mundo civilizado, o no. El trabajo se convierte en una continua huída hacia delante copiando y repitiendo lo que otros ya han hecho antes, si tu iniciativa sugiere algún cambio pronto es aplastada por razones tan contundentes como “es que esto se ha hecho así de toda la vida”.

De lo anterior deduzco que en tiempos ancestrales hubo una primera generación de ingenieros sabios y cabales pero que como los dinosaurios desaparecieron debido a algún cataclismo. O tal vez fue esa misma sabiduría la que les llevo a retirarse del mundo de los mortales y viven en algún rincón oculto plantando tomates y ordeñando cabras, esa si que es la verdadera sabiduría. A pesar de todo existe entre nosotros algún imberbe engreído que proclama con orgullo a los cuatro vientos ¡Yo soy ingeniero! Criatura.

martes, 15 de septiembre de 2009

Ser gordo es una maldición


Ser gordo es una maldición, yo lo sé bien. Si tu peso supera a tu coeficiente intelectual estás jodido y si tu coeficiente intelectual supera los 130 entonces no es que estés jodido, entonces estás muerto o camino de estarlo.

Eso me dijo el cabrón de endocrino sentado en su sillón de cuero mientras me miraba con la condescendencia del que ha visto pasar delante de sus ojos más carne que un descargador de Mercamadrid y más grasa que un ballenero japonés. No durarás diez años. Sentencia de muerte ¿Y yo? ¿Qué hacía yo mientras? Pues yo estaba subido en una robusta báscula, en bolas como mi madre me trajo al mundo pero elevado a la enésima potencia y deseando que ese preciso segundo fuera el ultimo segundo del día 365 del año décimo. Tierra, ¡trágame! (pero prepara una buena dosis de bicarbonato)

En el momento que ves correr la balanza de decena en decena piensas en el concepto de infinito y comienzas a dudar de que el infinito sea un número inalcanzable. De reojo y con la dignidad bajando al ritmo que avanza la pesa miras el final de la barra y esperas que detrás del 200 aparezca el símbolo ∞, pero no, después del 200 aparece el 210 y así sucesivamente hasta el 250. Después del 250 la nada o mejor dicho un nicho doble en el cementerio.

Me explicaron el concepto de límite cuando era aún adolescente y creo que no lo entendí hasta ese día. Cuando la pesa equilibró la balanza en 139,5 vi claro que el límite de Juanjo dividido por su autoestima cuando su autoestima tiende a cero no era infinito, era 139,5.

Es realmente paradójico que cuanto más gordo eres más invisible resultas para los demás. Si te cruzas con alguien no te mira, como mucho te circunvala. Nadie te invita a su fiesta ni te presenta a sus amigos, no digamos sus amigas, y da igual que seas más salao que la raspa de un bacalao, eres un paria excluido del universo de los livianos. Es deprimente ser parte de un mundo en el que es mejor ser gilipollas o estúpido que obeso. Por lo menos si hubiera algo de justicia ya que se me hizo gordo se me podía haber hecho más tonto que el asa de un cubo porque yo no creo en la teoría del gordo feliz y si en la del ignorante feliz.

Y si la vida social es difícil no digamos lo que supone ir a comprar ropa. Si la obesidad es uno de los males de nuestro tiempo, ¿por qué demonios no existen tallas normales para nosotros? Yo no lo entiendo, ¿dónde se esconden esas hordas de gordos que no encuentran ropa de su talla? La solución se encuentra en un gueto llamado sección de tallas grandes o especiales (¡bonito eufemismo!) Yo realmente la llamaría leprosería textil. El buen dependiente de esta sección debe ser un hijo de puta sin escrúpulos, una persona sin alma y sin sentimientos. En otra vida debió ser cazador de mamuts pero en ésta los mamuts van solos a su encuentro.

La ropa de tallas grandes es fea, pero fea de cojones. Los cortes son horribles y no será porque no tengan metros cuadrados de ropa con los que lucirse. Es como si a Miguel Angel le hubieran dejado toda la Capilla Sixtina y en lugar del juicio final hubiera pintado al Naranjito y al Cobi haciendo cola delante del todopoderoso, bueno eso habría tenido su morbo la verdad aunque el resultado sería claro, ¡arderéis en el infierno! Por cierto, me apunto para otro día hablar de la gente que se forra por inventarse una naranja vestida con pantalones cortos o un perro, ¿perro?, al que parece haberle pasado por encima un camión de dieciséis toneladas.

Volviendo al tema, ¿qué decir de los colores de la ropa XXXL?, ¡ah! y la XXX no será porque incite a la lascivia precisamente. Tonos más apagados no se encuentran ni en las primeras emisiones del NODO. Claro, pensarán los pobres que ya que somos gordos no querremos llamar mucho la atención, pero a ver, el luto como mucho ya lo llevamos por dentro, y no es que sea necesario vestirnos disfrazados de chalecos reflectantes pero un verde claro o un rojo no le han hecho daño a nadie. Los tonos a los que estamos condenados son: negro, gris (en todas sus tonalidades), azul marino, un verde oscuro indefinido realmente espantoso, marrón… Vamos la alegría de la huerta, seguro que hasta Franco tenía un fondo de armario más atrevido.

Eso si, los precios son los mismos que si te llevaras un conjunto exclusivo de Dior. Pero el gordo no tiene derecho a quejarse ni por lo feo ni por el precio, la cara del dependiente lo deja claro: “da gracias porque alguien se ha dignado a ¿confeccionar? algo que envuelve a tu molicie”. Y lo más triste es que en lugar de mandarlos a freír monas normalmente bajas la mirada y pagas sin rechistar porque bastante jodido es haber encontrado un trabajo mejor que el de hacer de Papa Noel en un Carrefour el mes de Diciembre como para encima aparecer el lunes por la mañana en la oficina embutido en un saco en el que pone “Melones de Villaconejos”

Yo soy de romanos


Yo soy de romanos, si, pero soy más de cartagineses, es una de las múltiples contradicciones que han ido marcando mi vida. Y es que nunca me han gustado los ganadores, no son interesantes. Los ganadores son los abusones del colegio, los niños de papá, los guapos e incluso los que la tienen más grande. ¿Dónde está el mérito?

Los romanos eran unos cabrones que no querían ir al recreo con los demás niños, les zurraban de lo lindo y encima les quitaban el bocadillo. Si además se quejaban corrían el riesgo de acabar con un ojo morado y un brazo roto en el hospital. Por desgracia en todos los colegios sigue habiendo niños así. Normalmente tienen éxito y nadie les recrimina nada, es más, sus amigos les ríen las gracias y los desconocidos piensan que son solo travesuras. Si eres saharaui, palestino o tibetano seguro que a ti no te parecen tan simpáticos.

Y sé de lo que hablo porque fui un niño gordito. Bueno, no, yo no fui un niño gordito, yo fui un gordito que tuvo la mala suerte de ser niño y eso viviendo al otro lado de la vía se pagaba caro. Además sacaba buenas notas, ¡qué ironía del destino! Visto con un poco de perspectiva entiendo a todos aquellos que tenían el deseo diario de darme de hostias. ¡Si les iba provocando!

Pero no me quiero desviar del tema, volvamos a los romanos. Cuando habían terminado la primaria y comenzaban el instituto llego Aníbal, ¡qué crack! Estaban los romanos presumiendo de su incipiente barba cuando de repente Aníbal se les coló en la fiesta y les partió la cara. Y lo peor no es que te partan la cara, lo peor es que lo hagan delante de los de tu clase y delante de la reina del baile. Acabas siendo el hazmerreír y te crecen los enanos.

Dicen que a Aníbal de pequeño le hicieron jurar odio eterno a Roma, yo no me lo creo, las cosas se odian por vocación no por obligación. Y lo sé porque nadie quiere por obligación, se quiere por inconsciencia. Y del amor al odio solo hay un paso.

Aníbal era el Julio Salinas de la antigüedad, tuvo arrinconados a los italianos, dominó el partido de cabo a rabo pero le faltó rematar. Él, como Julio Salinas, llegó hasta la misma puerta y cuando se vio allí solo delante de Pagliuca se le puso el sol. En ese momento supo que la había pifiado, y cuando miró atrás para ver quien le iba a cubrir las espaldas vio la aterradora silueta de Zubizarreta. ¡Joder!, me he cruzado los Alpes en elefante y me ponen de portero a Zubizarreta, ¡porca miseria! Aunque el partido aún estaba empatado solo podía perder. Y perdió.

Y perder es molesto, primero por orgullo pero sobre todo porque la distancia que separa tu cabeza de los hombros tiende a incrementarse peligrosamente o terminas viendo pasar a las rubias desde una cruz. Y claro, eso está bien si fueran las once de la mañana y en vez de subido a una cruz estuvieras subido a un andamio con las manos llenas de yeso, pero agonizar con las piernas partidas da muy mal rollo, las rubias ni te miran.

Así que los pobres cartagineses fueron borrados de la faz de la tierra y los romanos fueron en busca de otros niños a los que amedrentar. ¡Y vaya si lo hicieron! Yo en el fondo les estoy muy agradecido, fueron creando mitos románticos compañeros de mi adolescencia (a falta de mejor compañía, sobre todo femenina) y en algún momento, quién sabe cuando, romanizaron a algún pobre salvaje que fue antepasado mío. Gratias maximas

¿Por qué un blog?

¿Por qué escribir un blog? Pues ni idea, es más, la idea me parece del todo pretenciosa e incluso exhibicionista, pero creo que en mi caso es mejor que desnude mis ideas que mi cuerpo. Por lo menos es estéticamente más agradable, aunque no mucho.

No quiero escribir para contar algo en concreto, quiero escribir solo para desahogarme, para sacar de mi cabeza las mil ideas absurdas que continuamente me asaltan e intentar que dejen algo de espacio para una idea sensata, por lo menos una.

Si tuviera 15 años escribiría un diario pero a mi edad no me apetece nada, tampoco sería interesante mi día a día, bueno, mi día a día con 15 años tampoco hubiese provocado algún ataque al corazón. Solo quiero escribir lo que me apetezca cuando sienta la necesidad de ponerme delante de la pantalla y teclear, sin tema fijo, para pasarlo bien, para olvidar lo mundano y así de paso ahorrarme la pasta de un psicoanalista.