domingo, 25 de septiembre de 2011

Una broma macabra


La vida está llena de tópicos y todos caemos en ellos.

Es fácil, sobre todo cuando hablamos en primera persona de cosas que le suceden a terceros, sobre todo cuando esos terceros nos importan un pimiento, qué curioso, nuestro amor a la humanidad se termina en el último ser humano al que conocemos y aún así, a veces no llegamos tan lejos.

Todos decimos que la vida es una mierda a pesar de ser lo único que tenemos, dos tópicos encadenados que no por serlo dejan de ser ciertos. Hablamos de la injusticia como si el mal, el dolor o la pena pudieran hacerle justicia a alguien, tal vez sí o tal vez no, si no creo en Dios cómo puedo pretender jugar a serlo. Sin embargo debe haber una escala que ligue el valor de la justicia y el merecimiento, una escala que debe ser logarítmica y que se dedica a castigar con más saña a los más buenos.

V es una persona buena, sin más, hace tiempo que lo conozco y rara vez le he visto un detalle que no me haya gustado, eso, teniendo en cuenta que yo puedo llegar a ser bastante capullo y susceptible, dice mucho de su persona. Él vive y deja vivir, seguramente porque la vida ya fue un regalo cuando nació pesando menos de un kilo hace treinta y cuatro años. Hoy en día casos peores salen adelante sin problemas, entonces fue un milagro que sobreviviera.

Pero no fue sin pagar un peaje, le quedaron secuelas que no le dejaron llevar una vida normal, si pensamos que una vida normal es una vida como la tuya o como la mía. Creció siendo un niño especial, enfermizo y débil, con unos órganos que no maduraron lo suficiente, especialmente los riñones, que siempre fueron del tamaño de un niño pequeño. Nunca le escuché quejarse por ello, al contrario, siempre le vi dándolo todo para ser uno más, dejándose la espalda currando como el que más, llegando a casa dolorido y tumbándose hasta conseguir recobrar el aliento.

Un día sus riñones infantiles dijeron que ya no podían seguir su ritmo y comenzó a ir a diálisis, tres veces a la semana, una condena en vida que sufre mucha más gente de la que pensamos y lo hacen de manera estoica, sabiendo que se lo juegan todo enganchados a ese potro de tortura, porque, precisamente, ir a dializarse no es como ir de paseo. Pero tuvo suerte y a los pocos meses le trasplantaron un riñón que por fin le cambiaría la vida y con el que conseguiría comenzar de nuevo. Y así parecía que iba a ser, a pesar de que tuvieron que operarlo un par de veces más porque estuvo a punto de perderle por falta de riego.

Sin embargo la vida es perra e injusta, como ya decía al principio de este texto, hace un par de meses en unas radiografías de rutina para preparar una nueva operación, la que ya iba a ser definitiva, le encontraron unas manchas en el pulmón, unas manchas que no parecían importantes, que pasaron de parecer una infección a un principio de tuberculosis y que tras múltiples pruebas han resultado ser un linfoma. Un asesino en potencia silencioso y cabrón que en solo unos días se está extendiendo sin parar por su cuerpo.

Dicen los médicos que, aunque raro, es algo que le puede pasar en una persona trasplantada, a mí me recuerda a la historia del caballo de troya, qué mierda de caballo, qué mierda de broma macabra. También dicen que queda esperanza para su curación, aunque sea a base de quimioterapia y a renunciar a su riñón nuevo. Lo escucho y me quiero agarrar a esa esperanza, pero le miro y le veo cansado y débil, asustado... ¡cómo para no estarlo! Pero sé que va a pelear con todas sus fuerzas, porque no queda más remedio.

Hoy me siento triste y lleno de impotencia, muy torpe, incapaz de encontrar palabras que sirvan de consuelo a su hermana y que parezcan creíbles, conteniendo las lágrimas delante de la tarta de cumpleaños de mi hijo, que en menos de una hora cumple cuatro años y que no entiende por qué no ha venido su tío y su abuela a traerle un regalo, incapaz de terminar el post que celebra el segundo aniversario de este blog, haciéndome preguntas que sé que no tienen respuesta en mi vacío interno.

V es mi cuñado y le quiero.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Experiencias turcas (IV) Boquerones y desastres aéreos



Que los turcos, o al menos el turco que nos servía de conductor e intérprete, son gente de verdad sentida, lo comprendí el viernes por la tarde en el que regresábamos de la central de Dogankent, para pasar el fin de semana, a Trabzon, la antigua Trapezus o Trebisonda, ciudad pintoresca a las orillas de Mar Negro con pasado griego y bizantino.


Recuerdo que aquella tarde caían chuzos de punta y el viaje, aunque corto, no era moco de pavo. Ese día, sin explicación alguna, nos llevaron por el camino de las montañas, en lugar del habitual bajando por el valle y siguiendo la costa, unas montañas imponentes de cuatro mil metros de altura a orillas del mar. Mas que lluvia, aquello era una especie de agua nieve que según se ascendía se convertía en una señora nevada que cubría el bosque de nieve, tanto que si te dejabas llevar por la imaginación aquello eran los Alpes y Trabzon un cantón suizo. Pero conducir por aquellas carreteras, a la manera que conducen los turcos, daba mucho miedo y disfrutar del paisaje con el esfínter contraído no es igual de placentero. ¿Por qué aquel hombre se jugaba su pellejo y el nuestro? Pues porque había decidido buscar a un mecánico que arregló su coche hacía 20 años además de dar cobijo a su familia los días que allí se quedaron tirados. Lo curioso es que nunca más había vuelto a saber de él pero estaba decidido a encontrarlo.


Cuando por fin llegamos al pueblo que era nuestro destino intermedio, el taller no existía y la casa del mecánico había desaparecido en un incendio, una persona normal hubiera desistido pero Dogan, nuestro chófer, no. Preguntó a montones de personas hasta que consiguió una pista que nos llevó a dar con el mecánico y su esposa, que para sorpresa nuestra se habían realojado en una casa que podríamos llamar simplemente chabola. Sí, allí nos encontramos dos venerables ancianos de la Turquía profunda viviendo en unas condiciones de hace doscientos años, las hacía fiestas un perro cojo que jugaba junto a unos coches desvencijados por las inclemencias del tiempo y por los años. La tristeza que me produjeron a simple vista es difícil de expresar, pero duró poco viendo las imágenes del reencuentro de los fugaces viejos amigos, fue como la letra del tango, 20 años no fueron nada para ellos, ni para nosotros, porque tras presentarnos y contarlos nuestra historia fuimos convenientemente estrujados y achuchados.

Como era muy tarde y nos quedaba mucha ruta por delante, no nos entretuvimos mucho y pudimos seguir nuestro viaje con la promesa de volver a comer con ellos en nuestro camino de regreso a la central. Y así lo hicimos, el domingo a medio día estábamos allí de nuevo. Una lumbre, ya casi hecha ascuas, acompañaba a un barreño lleno de boquerones, muy típicos en el mar Negro, ese sería nuestro plato principal, hechos a la parrilla, acompañados por agua de un manantial y una ensalada de tomates del huerto. Nunca, pero nunca jamás, volveré a comer tantos boquerones como aquel día, es costumbre por aquellas tierras que el anfitrión coma lo justo y ceda la mayor parte de la comida al invitado que Alá ha guiado hasta su mesa, de la misma manera es de muy mala educación no acabar con toda la comida que a uno se le ofrece, por lo que los boquerones se multiplicaban en nuestros platos como si viviésemos un “revival” (1) del milagro de los panes y los peces.

Admito que los boquerones estaban deliciosos, pero debieron estar como una semana nadando por mis entrañas en forma de horribles y continuos retortijones, bueno, a mi compañera le fue peor y tuvo tal gastroenteritis que se pasó una semana en cama dejándose la vida por los desagües.

Tras el ágape, nos contaron que cerca de allí se había estrellado el desdichadamente famoso Yak42 que transportaba militares españoles de Afganistán a España. El mecánico, amablemente, se ofreció a llevarnos al lugar de la tragedia, bueno, más que amablemente con mucho sentimiento, ya que la mayoría de los turcos tienen una imagen muy cercana y querida del ejército. Y aunque en un principio nos negamos a ir, y menos en su todoterreno que debía estar fabricado en la época del imperio otomano, al final accedimos siempre y cuando pagásemos nosotros el combustible, que no era cuestión de que el hombre se dejase allí sus escasas liras, bastante esfuerzo ya habría sido comprar los boquerones. Me hizo mucha gracia que su mujer se metiese en la chabola para salir equipada de una escopeta, que debió vivir sus mejores momentos en las guerras de Ataturk, por si se nos cruzaba algún bicho por la montaña y de paso nos traíamos la cena. Allí estaba, en la parte trasera de un jeep antidiluviano, cerca de las montañas de Caúcaso, con unos desconocidos que no hablaban mi idioma y con una escopeta en las manos.

A paso de tortuga fuimos ascendiendo hasta la cima de las montañas por un camino nevado mientras que disfrutábamos de unas vistas impresionantes, al cabo de una hora el vehículo se paro y saltamos por el portón trasero. A pocos metros un pequeño monumento memorial recordaba a las victimas, según nos contaron estaba situado justo en el lugar en el que se estrelló el morro del avión. Me acerqué hasta allí y no pude dejar de emocionarme al ver escritos en la piedra los nombres de tantos compatriotas que fueron a morir de una forma tan lamentable en aquel rinconcito del mundo en el que no se les había perdido nada. Lo más triste fue comprobar que realmente tuvieron muy mala suerte porque la cima de la montaña estaba a unos escasos cincuenta metros. Hasta allí pasee para ver el mar que hubiese supuesto su salvación en el otro lado, por el camino pude ver pequeños restos del fuselaje del avión, todavía esparcidos, no sé por qué recogí uno y lo metí en mi mochila, ahora es un triste recuerdo macabro.


Son cosas de la vida, tan caprichosa, que nos lleva a vivir situaciones inesperadas, que nos coloca en sitios en los que jamás hubiéramos pensado en estar, que te regala días así de inolvidables y en los que encima te pagan dietas por hacer tu trabajo.

(1) Comillas patrocinadas por Anijol, que siempre brilla y da esplendor.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El final de las vacaciones


Hoy se terminan las vacaciones, al menos en este pueblo que nunca fue el mío, pero sí el de mis antepasados, de los que, por cierto, aquí ya no queda ni el rastro. Un pueblo que puede presumir de sus quinientos años de historia, un enclave en mitad de las sierras que bajan hasta Granada fundado por orden del rey Carlos I en 1508 para repoblar las tierras conquistadas a los moros. De hecho, dos medias lunas comparten sitio en el escudo de la villa con una cruz de Santiago, patrón local. Quién mejor que Santiago Matamoros para protegerles de un enemigo que estaba al otro lado de un mar desde aquí todavía lejano. Dicen que fueron labradores de Jaén y soldados de la corte del rey, alguno de los cuales me dejó como testamento mis ojos azules y mis rasgos centroeuropeos, los primeros pobladores y que fue la madre del rey, Doña Juana, la que una vez cobrados los oportunos honorarios intercedió para que fuera elevada al rango de villa realenga.

Me gusta imaginarme a aquellas gentes en su nuevo reino por descubrir, en el valle que forma el río Susana, rodeados por todas partes de montes y de arroyos que todavía conservan las aguas cristalinas, con manantiales por doquier que lo abastecen de agua fresca durante todo el año, vigilados atentamente por la cumbre pelada de la sierra de la Pandera. Camino por las veredas que, como arañazos, cruzan las laderas y me hago mil componendas, dejo a mis ojos descansar sobre los mares de olivos mientras que me relamo pensando en mi bollo de pan blanco untado en buen aceite de la cooperativa y el jugo de un tomate engordado al sol en el huerto de algún vecino. Me gusta caminar mientras que escucho el canto de los jilgueros, amos de la vega y que vuelan libres en bandadas de frutal en frutal, con ese volar desmayado, con ese colorido que los diferencia de los pardos gorriones y de los negros y gordos mirlos. Me gusta volver a casa cuando anochece y es tiempo de que las golondrinas salgan por fin de sus nidos, jugando al pilla pilla con los murciélagos, ellos tan negros y ellas tan coquetas presumiendo de sus panzas blancas ante sus ojos ciegos.

Me divierte jugar a reconocer los árboles porque soy de ciudad y el único árbol con el que habito es el platanero. A veces me paro a contemplar las nogueras, grandes y majestuosas, testigos mudos de tiempos mejores para el campo, tiempos en los que los paisanos estarían ya aguardando para recoger su valiosa cosecha, pero ahora miro con nostalgia las nueces, dentro de su concha verde, que ya se empieza a rajar, y que dentro de nada comenzarán a caer y rodar por el suelo, yo no estaré para verlo. Todo lo contrario que los delicados almendros, mucho mas tempranos ellos, ya casi desprovistos de hojas y con las almendras sin recoger colgando de sus ramas como bolas de un árbol de navidad que estuviese en el esqueleto. Veo a lo lejos encinares que destacan por su verdor de los bosques de olivos, las encinas me parecen nubes de verde algodón, contundentes, pero menos que los quejigos, algunos de ellos tienen las huellas de varios siglos. Y se me viene a la cabeza la frase que dice “con el olivo picón y con la encina y el quejigo carbón”, porque los inviernos aquí, cerca de los mil metros de altura son fríos y dentro de nada habrá que encender la estufa de leña para pasar la tarde leyendo y escuchando crujir al fuego.

Hago trampas a mi dieta cuando al pasar por delante de una higuera no puedo resistirme a hurtarle un higo, a veces blanco a veces negro, grandes y jugosos los primeros, más pequeños y dulces los segundos, deliciosos los dos. Miro con repelús a los membrillos repletos de frutos, llenos de pelusa, imposibles de comer al natural pero que tan buenos están cocinados con un poco de queso fresco. Queso que hacen con la leche de las cabras que en este vergel necesitan para vivir poco pienso, las oigo balar junto con sus primas, las ovejas, que en las colinas devoran los pastos; a veces me paro para hacerle una foto a un choto, tan bonitos cuando son crías como feos serán de viejos, si es que llegan, porque es típico de aquí que acaben en un sabroso asado aromatizado con tomillo y con romero. Aquí lo que no es olivo es frutal, frutales que ya casi nadie cuida y que dan con sus frutos en el suelo, da pena ver las alfombras de peras y manzanas pudriéndose en el suelo, a su lado esperan que llegue su turno los ciruelos y los melocotoneros, de los que deben reírse a carcajadas los todavía apreciados cerezos. También veo endrinos y granados, que ahora pasan desapercibidos pero que dieron nombre a este reino, y maldigo cuando veo a los caquis, mi árbol favorito, repletos de verdes frutos que madurarán en dos meses cuando yo esté lejos.

Ando por que en ello me va la vida, pensando en estas cosas y otras muchas, hasta que el sonido de un motor me saca de mi ensueño, tractores y vehículos todoterreno dueños de los caminos me adelantan, sustitutos de burros y mulas que en un pasado no muy lejano roturaban las tierras de cultivo, animales sufridos que en pesados serones trasladaban las cosechas y los aperos de labranza hasta el pueblo. Ahora, solo llevarían aceitunas, por miles, por millones, porque los olivos están tan cargados que da gloria verlos, aunque tanto se ha abusado de plantar olivos que los mismos que los han plantado se quejan del bajo precio del aceite. Ya no se cultivan cereales, hace mucho tiempo que dejó de hacerse, y ya nadie va cargado al molino esperando a conseguir por cada kilo de trigo un vale para un pan, blanco o moreno, el único recuerdo de aquello son las tierras roturadas y robadas al bosque, ganadas al hambre, que forman manchas descarnadas junto a los bosques que tardarán en engullirlas decenas de años.

Me voy y lo hago con pena, con la misma pena que se irán detrás de mí muchos de los habitantes del pueblo en busca de un jornal que les permita subsistir. Porque descontando los olivos poco tienen con que ganarse la vida en este pueblo de gente humilde y trabajadora, sobre todo ahora que hay crisis y los albañiles no se manchan el mono con yeso. Con pena partirán llenando autobuses camino de Francia, para vendimiar y cosechar la fruta que aquí se pudre en el suelo porque nadie la quiere y casi nada vale. El pueblo perderá su luz y quedará despoblado en un otoño triste al que precederá un invierno de aceituna madura, y entonces la gente se volcará en su recogida, los bares se llenarán de cuadrillas en busca de un café caliente antes de que salga el sol y se arrancarán molinos y prensas, y las calles olerán a aceite y alperchín y la vida comenzará de nuevo.