sábado, 16 de noviembre de 2013

Por un plato de lentejas

Por un plato de lentejas le vendió Esaú a su hermano Jacob parte de su porvenir, por un plato de lentejas Jacob estaba dispuesto a aprovecharse de su hermano, es una historia estupenda, como casi todas las del Antiguo Testamento. Una historia que nos habla de lo que seríamos capaces de hacer cuando lo que está en juego es la propia supervivencia, porque Esaú renunció a lo que por derecho era suyo simplemente por sobrevivir otro día, porque de nada le servía lo material si estaba muerto y ese plato de lentejas representaba seguir viviendo. Una historia que también nos habla de lo mezquino que es el ser humano, de cómo alguien puede aprovecharse de la necesidad ajena en su propio beneficio, un beneficio puramente material, incluso si la persona que te pide ayuda es tu propio hermano.

Es escalofriante ver como varios milenios después algunos seguimos peleándonos y vendiéndonos por ese plato de lentejas, un plato de lentejas para nosotros y no por un puchero del que todos podamos comer; y es más que triste observar como algunos nos indignamos al ver como otros tratan de defender su supervivencia con todos los medios que tienen a su alcance, aunque temporalmente nos causen un perjuicio que está a años luz de su sufrimiento.

Porque además ellos no son los culpables, a pesar de que muchos los señalen con el dedo para que no se vea la propia porquería del acusador, utilizando todos los medios que tienen los poderosos a su alcance, mintiendo, manipulando y dividiendo todo lo que pueden a una sociedad dormida, tanto que casi sin darnos cuenta igualamos a víctimas y verdugos, al que pelea para no perder su piso y al que pelea para poder comprarse una casa de lujo en La Moraleja. Y lo consiguen.

Por eso el problema es que ya no los vemos como unos de los nuestros, el problema es que nos parece secundario lo que ellos van a padecer cuando lo comparamos con nuestro bienestar inmediato, el problema es que a algunos todo se lo perdonamos y consentimos, incluso cuando nos hacen comulgar con ruedas de molino, y a otros, que suelen ser los más débiles, los más castigados y los más indefensos, les exigimos un comportamiento intachable aún cuando lo que se están jugando son sus lentejas y las de sus hijos, un comportamiento, por cierto, que la mayoría no nos exigimos ni para nosotros mismos.

Y es de estar muy ciego no comprender que su lucha es la nuestra, que cuando ellos caigan no quedará más que desierto, un desierto en el que los trenes pasarán cada vez más tarde, peor mantenidos y oliendo a perros muertos, un desierto lleno de bolsas de basura recogidas en días alternos, un desierto en el que miles de muertos en vida harán cola esperando una operación que llegue antes de que sus huesos sean descarnados por los buitres, un desierto lleno de niños maleducados y medio analfabetos.

Entonces, llegados a ese punto, los que todavía sigan en pie, disfrutando de sus vidas intactas se aislarán en un gueto y hablarán de caridad con los que ahora, a costa de su sueldo, muertos de miedo y pasando noches en vela pendientes de su futuro, defienden el plato de lentejas de su familia con uñas y dientes porque están en su derecho.

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